Nota Editorial

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La Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes se honra en presentar el segundo número de la Revista de Derecho Público, con el cual continuamos una obra que corresponde en buena parte a la dedicación, esfuerzo y tenacidad de la Doctora Susana Montes de Echeyerri, fundadora de la Revista, y responsable también de la presente edición. A nombre de la comunidad universitaria hago extensivo a la Doctora Susana, como de ordinario se le conoce en la Facultad, los sentimientos de gratitud y reconocimiento por haber hecho que esta vieja aspiración fuera una realidad tangible. Pronto, esperamos tenerla nuevamente al frente de los deberes cotidianos que los trajines académicos nos imponen, y entre tanto, intentaremos proseguir por los caminos del rigor y la seriedad que ella imprimió a empresas como la que el lector tiene en sus manos. En adelante, asumirá la dirección de la Revista el Doctor Vladimiro Naranjo, estudioso y tratadista, pero por sobretodo, Maestro de derecho público, quien por sus cualidades especiales no requiere de mayor presentación.

Aparece este segundo número en una coyuntura especial: Una coyuntura en la que si bien no puede hablarse con propiedad de crisis constitucional, sí es preciso poner de presente algunas manifestaciones de los últimos días que parecerían cuestionar la filosofía de varias disposiciones de la Constitución del 91, particularmente respecto de asuntos tales como los derechos ciudadanos y de los estados de excepción.

En efecto, y para referirnos en primer lugar al asunto de los derechos, es de todos conocido el concenso que sobre el particular imperó en la Asamblea, conforme al cual era menester superar el carácter general y "mesquino" del Título 111 de la Constitución del 86, por uno que fuera "generoso" en libertades; no solo para ponemos a tono con el constitucionalismo de la segunda postguerra, sino también para otorgar "poderes ciertos y efectivos" al ciudadano. De esa concepción es hija la tutela, de la cual se esperaba, como lo ha puesto de presente la Corte Constitucional en su labor propedéutica, una democratización de las relaciones entre los ciudadanos y el Estado, y de éstos entre sí, condición necesaria para la construcción de la ética ciudadana de la que algunos hablan.

Todo ese andamiaje partía de un supuesto indiscutible: el respeto de la vida ajena, pues mal puede hablarse de modernización constitucional, de poderes ciudadanos o de ética laica, sin la garantía del derecho a la vida. Derecho incondicional e ilimitado, a voces de la afortunada aserción del Delegatario Alberto Zalamea Costa. Sin embargo, y a raíz del repudio nacional que ha generado la odiosa práctica del secuestro, buena parte de la ciudadanía, que curiosamente aceptó la Constitución del 91, parecería haberse retractado hoy de la garantía que da sentido a los demás derechos y, si hemos de creer a las encuestas, ella misma es hoy proclive a la derogatoria del artículo 11 de la Carta y al establecimiento de la pena de muerte para tal delito. Parecer que en caso de resultar cierto pondría en entredicho el enunciado del artículo 93 de la Carta, y nos colocaría jurídicamente en una difícil situación frente a la Comunidad Interamericana, toda vez que la Convención Americana de Derechos Humanos o Pacto de San José (Ley 16 de 1972), es imperativo al disponer en el No. 3 de su artículo 40. que, "No se establecerá la pena de muerte en los Estados que la han abolido".

El tema se trae a cuento por una razón sencilla: si sobre el punto hubiera coherencia es obvio que la discusión debería plantearse en otros términos; en los de la reforma legal del Capítulo 1 del Título X del Libro Segundo (Artículo 268 a 27 1) del Código Penal; o en los de la conveniencia de aprobar el Protocolo 11 Adicional a los Convenios de Ginebra de 12 de agosto de 1949, relativo a la protección de las víctimas de los conflictos armados sin carácter internacional. Sin embargo, esto no ocurre, no obstante existir pronunciamientos jurídicamente incuestionable~como los contenidos en la sentencia T 439 de la Corte Constitucional de 2 de julio del presente año. Lo que indicaría que en poco más de un año de haber sido expedida la Carta de 1991 la afirmación de Zalamea se ha tomado harto discutible para un buen sector de colombianos.

Igual sucede con el tema de los estados de excepción. Como se ha anotado por algunos glosadores de la Carta, en esta materia las normas de la Constitución del 91 parecen haber condensado un sano propósito de racionalización estatal, dirigido a modificar el predominio del ejecutivo, a través, entre otros, del uso abusivo que en el pasado se hizo del derogado artículo 121. Por eso, al lado de la distinción entre la turbación interna y la guerra, la regulación del instituto exceptivo del estado de conmoción interior pretendió recuperar lo que habíamos perdido a lo largo de más de un siglo (la interdicción de buena parte de las libertades del Título 111, y la utilización del estado de sitio sin norma legal reguladora de las facultades del Gobierno al respecto), y lo que habíamos ganado en el transcurso del tiempo (funcionamiento normal de la Rama Legislativa, derecho de gentes como derecho interna- cional humanitario y prohibición de juzgamiento de los civiles por los militares). Sin embargo, estamos ya en el
segundo estado de conmoción sin ley estatutaria, dentro de un ambiente en el cual la ciudadanía parece clamar por el autoritarismo, y en el que algunos de sus voceros proponen la reforma de muchas de las garantías del artículo 213. Parecería que las consignas de Núñez no hubieran perdido vigencia, y que bajo la mampara de un "estado de conmoción con dientes" estuviéramos reeditando un debate no superado: el de la libertad y el orden. Traigo a cuento estos dos aspectos no solo por la necesidad de discutir sin maniqueismos en tomo de la Constitución de 1991, sino también porque ellos parecerían mostrar, en materias tan capitales como las citadas, un problema sumamente complejo. Para decirlo en términos ya clásicos, el relativo a la controversia entre constitución
formal y constitución real; o entre constitución vigente y constitución efectiva. Casi que podría afirmarse desde la siquiatría que el diagnóstico sugiere una grave esquizofrenia cuyos síntomas se plasman en la compleja contradicción entre las expectativas del pueblo, definidas en la Carta del 91, y el autoritarismo que la gente hoy reclama. Entre lo que la Constitución quiere y lo que la gente desea que se haga. No se diga, a manera de objeción, que las presentes reflexiones carecen de sentido por tener como objeto asuntos de coyuntura. No debe perderse de vista que aún no se ha superado el debate del que la prensa llamó "conflicto de poderes", como tampoco se ha cerrado el propuesto por algunos columnistas y escritores respecto de la relación entre los derechos sociales, económicos y culturales de la Constitución y la política de apertura económica, conforme a la cual la verdadera contrareforma constitucional no ha estado en el Congreso sino en el Gobierno.

Contrareforma, que, según estos comentaristas, se está dando en la práctica de una política económica que parece ir en contravía de los postulados constitucionales inherentes al Estado de derecho, al que se refiere la Carta en
disposiciones como la del artículo 1o.

Entiendo, finalmente, que solo hasta la vigencia del acto legislativo número 3 de 1910, pudo afirmarse la Constitución del 86. Pero tal lapso no deja de generar inquietudes si nuestro aporte al Constitucionalismo moderno pasa no solo por el reformismo constitucional, sino también, lo que sí es de temer, por la existencia de lapsos excesivos de vigencia nominal de las nuevas reformas, o por las contradicciones sucesivas del querer original del denominado constituyente primario, pues ello no sena afirmación sino negación de los sueños de consenso que la Corte Constitucional ha pretendido apuntalar en sus fallos de tutela. Para decirlo en términos menos dramáticos, la prueba de que la Asamblea fue efectivamente soberana en relación con las aspiraciones de quienes sufragaron en las elecciones convocadas por los decretos legislativos 927 y 1926 de 3 de mayo y 24 de agosto de 1990. Esto, desde luego, no deja de ser sumamente preocupante sobre todo ante la irónica advertencia de algunos, según la cual la gran prueba de fuego de la Carta del 91 consiste en superar la acusación con la que se dice Victor Hugo estigmatizó la Constitución del 63.

Presidencialismo autoritario en una constitución democrática; pena de muerte a los secuestradores en una Constitución libertaria. Así parecerían resumirse, pues, los afanes de la hora presente.


Mauricio Echevem Gutiérrez